Número Ocho

 Antes de saberlo, Francisca sintió centenares de ojos mordiéndole la piel. Su corazón latía como el de Número ocho, el ratón que su hermano tenía encerrado en una jaula pequeña. Recordaba la jaula con una sensación que después nombraría como claustrofobia. Ninguna de sus víctimas anteriores se había librado de aquellas barreras ni del ojo vigilante de su hermano, quien siempre había sido muy quisquilloso con sus juguetes. Aquel no era el primero y dudaba que fuera el último. 

Él coleccionaba cadáveres de roedores. Mira, sonsa, abre la mano. Así, tonta. Recordaba la sensación que tuvo al tomarlo; la calidez del cuerpo, prueba de que vivía; la suavidad del pelaje, la cola colgando a un lado, buscando dónde enroscarse; el latido pulsando a través de la piel con una velocidad de espanto. Recordaba sus ojos, dos canicas rojizas, y el sentimiento que le nació en el pecho, formando la palabra compasión en su cabeza. 

Ni siquiera las jaulas grandes parecían cómodas. Las visitas al zoo la incomodaban. Pensó en sí misma como un animal en exhibición. Los ojos, como pesadillas, no dejaban de mirarla. La muerte era un espectáculo para su hermano. Muchas veces la había obligado a quedarse mientras los mataba. Los roedores siempre parecían nerviosos, sus pequeños corazones latían con rapidez, quizás ser pequeños los condicionaba a ello. La insignificancia exige miedo. Y Francisca también era pequeña, diez años de deslices.

Recordaba con especial detalle la muerte de Número Cinco y Número Seis. Fueron las víctimas más grandes: dos cuyos. Los cuyos, a diferencia de los otros, eran ruidosos. Vivos y muriendo. Aquella vez fue peor que las anteriores, recordaba los sonidos con una claridad escalofriante. Soñaba con ellos: los cuyos y sus chillidos. La noche en que ocurrió se orinó en la cama y Francisca lloró inconsolablemente durante todo el día. Después de todo, se sintió orgullosa de dejar atrás la vergüenza de orinar en la cama a los seis. Su madre consideró ponerle pañales aquella nueva ocasión, No voy a estar lavando el colchón Paquita, no seas desconsiderada conmigo. 

Pero el llanto inconsolable resolvió la situación. Francisca tenía un par de ojeras desde entonces, a veces se quedaba toda la noche despierta por temor a volverse a orinar. Por temor a soñar con los roedores. A su madre no le gustaba hablar de cosas. No se atrevía a decirle nada. Menos con su hombrecito. Además, se daba cuenta de que era algo a lo que tenía que acostumbrarse. Su padre, que tenía fotos de veranos en su juventud con animales muertos y a un lado, él con rifle y sonrisa; había mostrado en muchas ocasiones que su madre solo tenía un aparente control en la casa. Si su hermano hacía algo enfrente de ambos, como jalarle el cabello o darle un empujón, se reían o decían no te lo tomes tan en serio Paquita.

En la escuela era lo mismo. Los niños, siempre los niños, tenían esa tendencia. Se preguntaba en ocasiones si también disfrutaban de la muerte de los más pequeños. Mataban los insectos como deporte. Si una abeja se metía al salón, Francisca estaba segura de que terminaría muerta. Recordó a uno de sus compañeros tirándola de una de sus trenzas. Los pellizcos en los brazos. Le gustas, Paquita ¿A ti no te gusta? le decían las maestras.

Los ojos comenzaron a provocarle llanto. Era Número Ocho. Su hermano estaría entre el público, esperando para arrancarle los pies. Primero los pies. Siempre los pies. Así no corren tan bien. Bajó la vista y observó en su pierna un hilillo de sangre. Una angustia se le encaramó al pecho. La sangre le recordó a su madre. En el baño de la casa. Su padre le había enseñado algo. Una lección. Como las de la escuela. Su madre sangraba profundamente, de la nariz, de la boca y entre sus piernas. No te preocupes, mi amor. Eres una niña. Preocúpate cuando seas mujer. Pero Paquita se preocupaba. Su hermano la encerraba en el cuarto y le enseñaba la muerte. Todos los animales estaban ahí, trabajo taxidérmico que había comenzado a estudiar él mismo desde joven con el apoyo de su padre. Había cadáveres por la casa. Recordaba al ciervo, los ojos como los del ratón, y una sensación de desconsuelo terrible.

A Número Ocho lo vas a matar tú. Le dijo el día anterior. Recordaba sus ojos. Le doblaba el tamaño. La mano en su brazo apretando con fuerza. Francisca no se sentía capaz de matar a Número Ocho. Lo dijo. Las niñas no matamos, creamos. Las mujeres tienen bebés. Su hermano hizo una mueca. Lo vas a matar tú, o te mato yo a ti. Y Francisca cerró la puerta de su cuarto con candado por la noche. Su madre recriminó aquella actitud nefasta y de escuincla chiflada. No le permitió el desayuno. Tienes que ser obediente, Francisca. ¿Sabes que nos hacía tu abuelo cuando no hacíamos caso?

Francisca nunca pegaba ojo. Le habían comenzado a doler los huesos. Le dolía la panza. Le dijo a su madre e ignoró la cara de burla de su hermano. Ignoró sus ojos, como los de su padre, como si aquello fuera algo contagioso. Su madre la ignoró, también, no le importaba el dolor de panza de una niña tan grosera. Siempre eres tan desconsiderada conmigo, Paquita. 

Su padre nunca le hablaba. Pensaba en las pocas interacciones que tenían como una obligación. Francisca estaba segura de que su padre la consideraba un estorbo más que una hija. Su hijo era su orgullo. Su hermano siempre podía hacer lo que quería, ella jamás, no se le ocurriera. Desconsiderada. Se pensaba como un roedor. El corazón le latía fuerte, siempre. En la escuela, los niños pisaban hormigas, pisaban arañas, arrancaban gusanos de los árboles y los echaban en vasos de agua mientras se reían. Las cochinillas se enroscaban y Francisca las escondía en pozos. Alguna vez pensó en preguntarle a las demás niñas, pero la palabra la detenía. Desconsiderada. Lo bueno que era una niña, pensaba, no quería ser más que eso.

Su hermano siempre se iba más temprano. Francisca jamás se había atrevido a tocarlos sin su permiso. Pero aquello era diferente. Número Ocho estaba ahí, en una esquina, alerta. Siempre alerta. Acercó sus dedos y vio la tensión. No recordaba que mordiera. Se limitó a abrir la jaula. Vete. Vete. Vete. El ratón parecía reacio a irse. Francisca se preguntó si, en su lugar, ella se iría. Morir también es irse, pensó. Salió del cuarto con la esperanza de que, al regresar, el ratón no estaría en aquella esquina.

Una maestra se acercó y la envolvió con un suéter. Ay Paquita, no te apures, estas cosas pasan. Los niños la veían y comenzaron a reírse. Las niñas se acercaban a los oídos, observándola con una mirada de reconocimiento y burla. Llevaba el uniforme blanco. La sangre había atravesado la tela, una mancha evidente. Francisca comenzó a llorar pensando en la muerte y en los ratones. Ojalá Número Ocho estuviera en algún lado más amable, pensaba. Los cientos de ojos la siguieron. Escuchaba unas risas. Comentarios. Llegó a la enfermería.

Era una mujer mayor. La maestra dijo: A Paquita le llegó su periodo.

La enfermera le sonrió con algo de lástima. ¿Estás bien? 

Francisca lloraba. Su hermano iba a matarla en la noche. Ella estaba muy segura de eso. Le dolía la panza, unos extraños dolores que iban y venían sin tregua. Me duele.

Te bajó, Paquita. Ya eres una mujer.

Francisca sintió que le aplastaban las entrañas. Pensó en Número Ocho, en la esquina de la jaula. En su madre, en la esquina de la regadera. La puerta estaba abierta. Todos los niños lo sabían, su madre lo sabría, su padre, su hermano. La enfermera se acercó, sin entender, con una pastilla. Vamos a hablarle a tus padres para que te recojan, no te preocupes Paquita, es normal. 

Tenía sangre en las piernas y el estómago le hizo pensar en una mano retorciéndose dentro de su cuerpo. Las piernas comenzaron a temblarle del dolor mientras se sentaba y recibía el vaso con agua y la pastilla. Pensó es Número Ocho y en su hermano. Él le decía escuincla. Sonsa. Mensa. Niñita. Ahora qué, pensó. 

Su madre la recogió, su padre estaba trabajando. Le dijo que se bañara. Su hermano aún no regresaría en algunas horas. Su madre estaba feliz. Ya eres una mujercita. Mujer. Veía la sangre en el agua, se iba por el agujero en el suelo. Su corazón latía como el de Número Ocho. Pensó en la puerta de la jaula. Salió, empapada, del baño. Corrió al cuarto de su hermano. La jaula tenía la puerta abierta. Y en la esquina, justo al lado de donde debía estar el agua, no había nada.


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