copia de estilo LM

 

Devuelvo un libro de poesía a la estantería del hombre que acabo de conocer. Cada vez más segura de que las mujeres somos las únicas que sabemos amar bien aquí. Paseé mis ojos por los versos modernistas: tú no sabes lo que es ser esclavo / de un amor imperioso y ardiente o ¡Cómo olvidarla, si es la vida mía! / ¡Cómo olvidarla, si por ella muero! / ¡Si es mi existencia lúgubre agonía, / y con todo mi espíritu la quiero! Y me pregunto si acaso Efrén Rebolledo y Manuel Gutiérrez Nájera habrán amado como escribieron y si es así, qué tortuoso suena ser objeto de estos intelectuales. A mis oídos, que a veces son mis ojos, los versos me dejaron el sabor del plástico y la falsedad. Igualito que el popularzón: me gustas cuando callas porque estas como ausente y nada más por mencionar al siglo pasado. El listado jamás acabaría. No olvidemos la otra cara de la poesía: la música. Y qué tiene que haya más que ver, estoy señalando lo que veo ahorita. Y del resto hablaremos después. Desde que leí Leer Mata de Luna Miguel me pregunto qué es lo que estoy esperando de mi vida amorosa. Fantaseo con un futuro como el que ella misma narra: Juntos acomodaron una casa con diez estancias repletas de los libros que compraban, que leían, que criticaban y que aprendían de memoria. Quién para, se dice. Cómo aspirar a eso. Y Alejandra Pizarnik lo escribió en sus diarios, casi como si hubiera registrado mis propios deseos: ¡Sí! Lo que yo deseo es vivir mi vida diurna entre libros y papeles y pasar las noches junto a un cuerpo. Ése es mi ideal. ¿Es lascivo? ¿Es lujurioso? ¿Es estúpido? ¿Es imposible? ¡¡¡Es mío!!! Y con eso basta. Pero ¿dónde conseguir ese ser? Tendría que ser alguien como yo, que desee lo mismo que yo. Y mientras espero a que él regrese con las copas de vino, me permito curiosear sus lecturas, sus miles de hombres, sus amantes más cercanos y reflexiono sobre lo que está sucediendo. Contra todo pronóstico, lo conocí en un bar. Poeta, investigador, filósofo y, probablemente, imbécil. Se presentó conmigo y después de unas cuantas oraciones afirmó que tenía una relación antinormativa, antihegemónica, no exclusiva y, sobre todo, anárquica. Antitodo, muy punk. Mi trago sabía muy dulce y no estoy segura de cuál fue la expresión que leyó en mí ya que, de repente, sus ojos decían más que su boca. Admito que llevo pensando en el amor desde hace un tiempo… Ay por favor, soy mujer (y no es que las mujeres solo puedan pensar en amor, es que nos condicionan a pensar en él), llevo pensando en el amor desde qué veía a las princesas de Disney casadas con un príncipe azul. Pero todo empeoró cuando decidí que el feminismo era una bandera para portar. Y no es que todos los feminismos estén en contra del amor, es que ese amor nos doblega, nos somete. Pero no el amor. Me di cuenta de que sí, como dice el libro de autoayuda: hay mujeres que aman demasiado. Jamás hombres. Nunca hombres. Cuando cayó El invencible verano de Liliana a mis manos me sorprendí al leer: alguien debe parar al amor[1]. Y pensando en dinámicas de poder, me di cuenta de que no había forma de escapar, encontrar a alguien que trate de transformar estas ideas en algo mejor, imposible. Sobre todo porque a los hombres les conviene. Así que aún me habita el desbarajuste. Al inicio, cuando vi su expresión, no me interesaba mucho. Había conocido a más de su tipo. En la universidad los humanistas estaban impresos con las mismas características, lo único que variaba es si decidían utilizar boina y fumar tabaco u oler a humedad y tener el cabello seboso. El aburrimiento, sin embargo, es un detonante catastrófico. Después de más tragos, mientras lo escuchaba hablar sobre el deseo mimético de René Girard[2], me vino de nuevo el anhelo, sentirse deseada es adictivo. La soledad me pesaba, incluso si era mera propaganda cultural heteronormativa. Un peso a lo Tornasol de Carmen Sánchez Viamonte. No hay invierno que aguante este frío y me duelen los huesos hace días que no recibo un beso. El aburrimiento de la soltería, de la soledad y después, de nuevo, pensar en las mujeres, en cómo amamos y en lo poco que recibimos a cambio, pensar en lo atractivo que me parece someterme, ser poseída. Es tonto, pero mi balance era inestable desde que el amor romántico se fue a ver si la gallina había puesto huevos. Porque el anhelo no se había ido, seguía habitándome, a pesar de lo mucho que había hecho por intentar separarlo de mí. Anne Carson lo descubrió en Eros, the bittersweet: a space must be maintained or desire ends. Pensar, además, en lo mucho que eso me deprimía me hacía sentir culpa: ¿qué necesidad de tener pareja? La oferta de este hombre era más casual, por supuesto, no había encontrado al amor de mi vida[3], pero había encontrado un hombre que decía amar diferente. Amar a su esposa desde la libertad. La pregunta me rondaba, la curiosidad me movía la boca y las manos: ¿es acaso eso? Me masturbo seguido (a escondidas porque en mi casa la privacidad también era un concepto bien inentendible, abstracto). No estoy obsesionada con el sexo. (Pero) No puedo parar de pensar en eso. La performance que implica. La incomodidad. El drama. El momento en que te das cuenta de que alguien quiere tu cuerpo[4]. Pensaba: es posible sentir esto, amor por un extraño y un apetito incontenible. Mis amigas cogen un montón, pensé. Se sienten tan orgullosas de sus logros que dan sus updates en nuestro grupo de WhatsApp. Él me dijo: no le importara a mi esposa, se fue de viaje. Y yo sonreí terminándome el último trago. No, no era guapo convencionalmente. Pero eso me parecía incluso mejor: ojos de insomnio, escritor, fumador. Cejas sin control alguno. Nariz grande, boca contaminada de palabras como burocrático y cultura negacionista. O xenofobia regional sintetizada. Y sé que los escritores no cogen bien, casi como maldición. Saben de fantasías, compensan sus faltas con palabras. Las mujeres, o las personas que eligen coger, están tan encandiladas con el cerebro que no importa mucho que ellos sepan las diferencias y posiciones de la uretra y el clítoris. Pero, más que saberlo intelectual, su idea del amor me atrajo. Cuando leí Sexografías de Gabriela Wiener ya había encontrado a una mujer libre: amando como deseaba, a un hombre y a una mujer, viviendo una vida sexual conforme a sus propios deseos e intereses, abiertamente, sin pelos en la lengua. ¿Eso es lo que deseo? ¿La muerte de la monogamia y la exclusividad que a nosotras nos ha mantenido sometidas ante el esposo? A las mujeres nos hicieron creer que el amor era lo único a lo que podíamos aspirar. Recuerdo haber visto Mujercitas con cierta melancolía. Jo March llorando, en medio de la contradicción a la que yo me enfrento. A mí igual me enferma que las personas crean que el amor es para lo único que las mujeres están hechas. Pero —el pero, como prueba de la complejidad estúpida del deseo— me siento sola. Y entonces nos fuimos en su carro, a esta casa. Con miles de libros. Él vuelve, se ve distinto, más confiado de conocer el entorno. Me da la copa. Observa la copia de La llama doble entre mis manos. Le doy un trago al vino. Me encanta, ya estoy mareada desde el bar. Dejo la bebida a un lado y veo que me busca los labios con los ojos, con el cuerpo entero. Él también deja su copa, me pasa la mano hacia el cuello y me besa. De eso se trata esto. Sus dedos se deslizan más al sur y el recuerdo de no haberme depilado me hace mover la pierna involuntariamente. No le debo nada, pensé. Soy feminista. Arriba el body hair. A él poco le importó el rechazo, su mano continuó el trayecto. Y ahora estoy pensando en la poesía de amor de las mujeres. Creo que yo querría que me quisieran. Toda la vida me la he pasado queriendo que me quieran. Y apoyo mi cabeza de niña / toco tu corazón / cierro los ojos / estoy atada a ti como el ahogado / a la piedra anudada a su cuello / ya no tengo miedo / no puedo hundirme más debajo de tu corazón / llévate la luz / noche. Me mete los dedos mientras recuerdo el color azul del que habla Maggie Nelson en Bluets, pero no es ese el que habita el sexo, y el amor parece siempre ser envuelto por el dolor. A él no le importa mucho que no este mojada. Me parece horroroso, caí en el terror de Wiener: ¿Y si en lugar de ponerme caliente me pongo a pensar? Y sí, es eso, me besa el cuello, sus labios me recorren la clavícula y la humedad de su lengua desciende hasta mis senos. Los besa sobre la ropa y muerde y suelto un sonido por la boca mientras entrecierro la mirada. Si no puedo amar con seguridad, ¿el sexo podría sustituir este anhelo? Pedir un amor que no implique lo otro, ¿es ser cobarde? ¿Es imposible? Y creo que es eso: tengo miedo de la muerte del amor. Ojalá los hombres leyeran a Bell Hooks. Ojalá fueran los hombres los que aman demasiado. Me coloca contra la pared y me sube la falda mientras se baja el cierre. No hago nada más que tocarle el cuello. Extraño la perorata. Extraño que hable. Se me hace un nudo en la garganta y sin ninguna advertencia se mete en mí. Pienso en la suspensión del juicio moral de Annie Ernaux, en saberme teniendo sexo con un hombre casado. Comienzo a llorar porque no funciona. No funciona. Escucho una puerta abrirse y él se aparta rápido subiéndose los pantalones. Le veo el rostro, sus ojos hacia el sonido con una especie de horror ante el crimen. Una mujer entra y nos ve. Las copas de vino, mis calzones en el suelo. Y él comienza a explicar algo, algo que es una mentira. Tomo mis cosas cuando me doy cuenta de que no hay nada punk. Alcanzo a escuchar las preguntas. Salgo y el clima es bochornoso. Me resistiré otros años más, pienso. No hay forma de que no sea yo siempre la que sale perdiendo. Me limpio la cara, tarareo la canción de Carmen Sánchez. Me siento tan sola.



[1] Repito que se trata del amor romántico.

[2] Que, por cierto, no hubo espacio para que yo pudiera opinar. Lo que sí es que: quizás ese es el origen de mis problemas, el deseo mimético y el estúpido habitus.

[3] Concepto extraño, además. Pues de eso se trata todo el problema ¿no? No hay amor de la vida, hay amor y ya, hay amor y mentiras. El amor romántico es la trampa.

[4] Fleabag es una serie que entiende a qué me refiero y además, también habla sobre el amor.

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