La maldición del ahogado
Mi casa
siempre ha olido a cloro, es el olor que me ha hecho sentir que estoy a salvo.
Mi madre no podía deshacerse del aroma de los productos de limpieza y yo misma
me desplazaba con destreza en una alberca repleta de ese aroma. Aprendí a nadar
a los cuatro años, clases que mi madre pagó limpiando casas de gringos. Mi
instrucción tenía como fin la pura supervivencia pues mi abuelo instauró la
maldición del ahogado, una maldición que me acompañaba desde que aprendí que
las palabras de mis labios servían para más que sustantivos.
Mi madre
creía que el enfrentamiento era la única respuesta posible para vivir: Tu
abuelo se ahogó; tu tío y tu padre también. Hay que aprender a nadar.
El agua me
llamaba con el hechizo extraño de lo peligroso. Mis compañeros no la respetaban
como yo lo hacía. Pese a que mi único objetivo al nadar consistía en evitar el
destino que mi madre me temía, pronto me volví muy buena. A los doce años el
entrenador me colocó una mano en el hombro, con un sentimiento paternal que
indicaba cierto orgullo en sus ojos. En mi estómago sólo pudo formarse un nudo
placentero.
Me llamo
Antonia, le dije a mi madre la primera vez que pude confesárselo. Ella se
encogió de hombros como si siempre lo hubiese sabido. Mi abuelo se llamaba
Antonio, mi padre también. Yo me llamo Antonia.
Los demás me
habían empezado a llamar así desde antes. Antonia
maricona, Antonia perra estúpida. El entrenador les hacía ¡chist! ¡chist!
para que guardaran silencio. Del otro lado, en una hilera de caderas suaves y
cuerpos diversos, se encontraban las demás chicas. Jamás tan ruidosas como el
grupo de ellos. Eran más amables conmigo y algunas trenzaban mi cabello en los
minutos de descanso. ¿Sabes si Ramón tiene novia?, preguntaban. Otras me veían
con algo parecido al asco y la lástima, pero se alejaban como si lo mío fuera
contagioso.
A los quince años, Ramón había
adquirido la complexión física que yo más temía. Espaldas anchas por la
disciplina que practicaba, piernas fuertes y rápidas. La altura ideal para
rozar con los dedos el final de la carrera. Pero mi cuerpo conservó siempre la
estructura enclenque de quien no comía suficiente. Era delgada, aunque alta, y
era fuerte, aunque suave.
Mi madre paseaba sus manos por mi
rostro cuando me iba de casa. Había una humedad en sus ojos que me recordaba a
la temporada de huracanes. Me persignaba y se aseguraba de que tuviera el
rosario alrededor de mi cuello, una promesa de que Dios me acompañaba en el
camino. Jamás le he confesado que no creo en Dios. De camino a la escuela
pasaba por la iglesia y la gente me veía como si encarnara a un monstruo.
Además, el único recuerdo que tenía de mi padre era el abrazo violento de un
borracho. Ella ya rezaba para ese entonces, y Dios no había hecho nada al
respecto.
La primera
vez que los vi en el río no me di cuenta de que eran ellos. Era muy pequeña y
mi madre había escondido todas las fotos que teníamos. La única que conservaba
era una de su hermano, ambos sonriendo a la cámara demasiado jóvenes como para
relacionarlos con su vejez. Caminábamos por el puente viendo la fila de carros.
Por ese entonces los carros me causaban más curiosidad que el paisaje del lado
derecho, donde se extendía la corriente de agua. Sin embargo, gire la vista
hacia abajo.
Eran tres
cuerpos, siempre dentro del agua, con la piel pálida y las cuencas amoratadas.
Uno de ellos parecía estar más lejos. Le jalé la mano a mamá y le señalé los
cuerpos. Pero ella frunció el ceño sin ver nada. Solo de niña la acompañé a su
trabajo, las largas caminatas que hacía bajo el sol le dejaron la piel morena y
maltratada, llena de manchas que contaban historias silenciosas. Cuando dejé de
ir olvidé esos cuerpos que con tanto esmero comencé a buscar en mi infancia.
Fue hasta
años más tarde que recordé, mientras encontraba una caja vieja en el cuarto
abandonado de la casa por la húmedad y las ratas. Eran las fotos, los álbumes y
los cuadros que antes colgaban por las paredes de nuestra casa. La foto de la
boda de mis abuelos, de un color parecido al sepia y con borrones de la húmedad
y el tiempo, presentaba a un joven Antonio que no sonreía nunca. Me vino la voz
de mi madre a la cabeza: Tu abuelo fue un hombre duro.
¿Duro por
qué?
Porque eran
tiempos que lo ameritaban. Tú no tienes por qué serlo.
Se veía un
poco más joven que el espectro que se presentaba en el río. También, claro, más
vivo. Pero era él. Mi padre y mi tío tenían una foto juntos. Una cosa extraña
fue pensarme parecida a mi tío. Tenía su nariz, el arco de las cejas, los
labios caídos y la tendencia a que el rostro obtuviera una forma redonda. Mi
padre, que identifiqué por la plaquita del uniforme que vestía, se parecía al
abuelo. Y sonreía con una crueldad que me obligó a cerrar todo y alejarme de la
habitación oscura.
Me recuerdo
obsesionada con las imágenes, por las versiones que recordaba en el río. Le
pedí a mamá dejarme acompañarla el fin de semana. El sol continuaba siendo
insoportable, observaba los pies de mi madre enfundados en unas zapatillas que
parecían a punto de deshacerse. Intenté sostenerle sus cosas, pero espetó
enfadada: —¿Y qué crees que hago cuando estoy sola?
Observé a lo
lejos, al río, que parecía tranquilo y engañoso. Pero sobre la superficie se
observaban pequeños remolinos que sabía que
eran peligrosos. Pese a que busqué con la mirada con la esperanza de que
aquellos sucesos de mi infancia hubiesen sido producto de alguna memoria
olvidada durante mis primeros años de vida, al verlos ahí, donde siempre
estuvieron, me tropecé y caí con fuerza sintiendo que el aire se me salía de
los pulmones.
Eran los tres; mi padre, mi abuelo,
y un poco más lejos aunque presente, mi tío. Mamá me socorrió enfadada. ¿Ves
que es más difícil caminar con falda?, bramó.
Aunque a
veces acompañaba a mi madre, y me empeñé en ignorar aquellos cuerpos, ella
siempre me recordaba que no debía olvidar cómo murieron los tres. Una noche,
borracha, me tomó la cara llorando: Tu padre murió ahogado, y tu tío también.
Tu abuelo fue el primero, tú tienes que vivir. Promete que vas a vivir.
¿Dónde están
sus cuerpos?
En el río,
siempre en el río. Ese río no regresa nada. Promételo.
Lo prometo.
Las clases
de natación me permitían un propósito. El entrenador me palmeaba la espalda
sorprendido de que no respirara hasta llegar al final del recorrido. Un día me
llamó a la oficina y me mencionó que podía calificar para una competencia
nacional: Es una oportunidad que no todo el mundo tiene, Antonio.
Ese no es mi
nombre.
El
entrenador era un hombre mayor. No viejo, pero ya había empezado a reflejar su
edad en las arrugas de su rostro. Tenía una nariz recta y un gesto de dureza
que me dejaba un sabor a pasta en la boca. Sin embargo, jamás lo había contradicho.
Gozaba de ciertos privilegios que los demás no tenían. Él solía verme con un
gesto paternal que me hacía agachar la mirada.
Puedo
llamarte Antonia, pero no puedo lograr que te cambien de clasificación. Son
reglas. Si entras a la competencia, será en el equipo varonil.
No lo
quiero.
Suspiró
mientras se frotaba los ojos. Es una oportunidad única.
Désela a Ramón.
Ramón y yo
nos veíamos a escondidas. También olía a casa, sus besos me sabían al cloro de
la alberca y se sentían como un sofoco tierno. Me acariciaba la nuca con
insistencia, le gustaba mi cabello. Enfrente de los demás fingía no conocerme.
Iba constantemente al otro lado de la alberca, al equipo femenino. Lo escuchaba
hablando con ellas mientras me trenzaban el cabello.
—Eres guapa
—me decían. Aceptaba la ternura de sus manos con algo amargo tomando forma en
mi garganta. A veces me besaban las mejillas y la frente, como si supieran que
carecía de aquellas prácticas tiernas y cotidianas. Ramón se enfadaba cada vez
que sucedía, pero me parecía más preciosa la amistad de ellas que los ojos
turbulentos de un muchacho que no sabía qué quería con su vida.
—Lo siento
—me decía acariciándome las piernas. —Siento que me ahogo cuando estás ahí y no
conmigo.
Me apartaba de sus brazos al
escucharlo. Observaba mis manos con una pregunta estúpida.
Mi madre
jamás fue violenta conmigo. La violencia que aprendí, la aprendí de los hombres
y del agua. En el equipo de natación o en la escuela, no importaba, me habían
enseñado que poseía en mí también esa crueldad que me hacía paladear el hierro
en la boca.
Mi madre también sabía lo que hacían
todos ellos. Me curaba las heridas con una mirada fiera: también debes pelear. Había
aprendido que no se debía pelear con el agua. Era inútil. Me esforzaba, en
cambio, en lo otro. Sobrevivir. Mi destino no podía ser la misma cara triste
que me saludaba en el río.
Una de las
amigas de mi madre me cortaba el cabello cuando estaba demasiado largo. Rociaba
agua y movía las tijeras entre sus manos casi con los ojos cerrados. Dejó de
hablar conmigo después de decirme algo que nunca debió salir de su boca: Tu
padre casi era un asesino.
Presté
atención a las pláticas. A las verdades que se deslizaban en la lengua de mi
madre mientras se emborrachaba. A la profundidad de su llanto. Escuchaba detrás
de la puerta a su amiga que le decía que Toño
siempre fue un mendigo, como tu padre. Pinche mal hombre, enfermo; no te
merecía. Y mi madre. Pero no debí, no
debí, no debí.
La gente
podía hablarme del abuelo en la colonia. Antonio, que se pasaba a todos al Otro
lado, que se sabía el camino y que había apoyado a todo el mundo. Un chiste
que, cuando decidió irse también, muriera ahogado. En casa, el abuelo no era un
héroe, aunque mi madre me dijera que tenía que ser duro. Se robó a la abuela a
los catorce. Es la historia que le habían contado, al menos. Que su hijo
naciera fue un milagro, mi abuela había tenido muchos abortos.
De mi padre,
en cambio, nadie hablaba. Desapareció con su muerte. Mi madre lloraba cuando
hablábamos de él, al principio pensé que tenía que ver con extrañarlo. Después
me di cuenta de que le aterraba. Solo podía nombrarlo para recordarme la
muerte, la maldición.
¿Por qué mi
padre casi fue un asesino?
Ella ignoró la pregunta. Silencio.
El silencio
lo conocí con mi madre. El silencio era seguro, nos permitía el control. La
verdad se desbordaba sin permiso. Pero el silencio cansaba. Había comenzado a
resentirla, los mencionaba, aunque sabía que le molestaban. Me preguntaba por
Ramón, pero yo quería entender. ¿Por qué te interesan tanto? Malagradecida.
Todo lo que hago por ti y solo te importan ellos.
Pero era ese
silencio el culpable. Llegaba del entrenamiento y la encontraba tirada en el
sofa con el tufo a alcohol. Recordaba el río y sus rostros muertos. La verdad
era importante, me susurraba. En alguna ocasión mi madre entreabrió los ojos
mientras la cargaba de vuelta a su cuarto, pequeña ella y delgada en huesos.
Una sonrisa tonta se formó en sus labios y me dio un beso en el mentón: Joel.
La dejé en su cama y cayó rendida al
sueño. Recordé el álbum de las fotos, el nombre de mi padre en la placa del
uniforme. Pero también abajo, en la descripción de la foto. Antonio y Joel,
1987.
Le pedí a
Ramón que me acompañara al río. A esa edad cualquier cosa nos parecía un buen
plan. Me preocupaba la idea de que solo pudiera verlos desde el puente, en esa
posición exacta. Pero mis temores fueron mal infundados. Cuando llegamos, antes
de que oscureciera, los vi más cerca que nunca.
¿Qué querías
hacer?, me preguntó Ramón con el sonido sonriente de alguien que está pensando
en sexo.
¿No los ves?
Giró para
ver el mismo lugar que yo. ¿Qué cosa?
Una mosca pasó al lado de mi oreja y
la espante. Me acerqué a la orilla del río con el corazón latiendo con
velocidad. Los tres me veían como si esperaran. Mi tío Joel más lejos que el
abuelo y mi padre. Tomé mi falda entre los dedos y mojé mis pies. ¿Antonia?, escuché
detrás de mí.
Cuando
desperté mi madre me veía desde arriba. Había tomado y llorado. Su gesto se
endureció al verme despierta, mezclando la complejidad de su preocupación con
el enojo. Me desmayé. Ramón tuvo que dejarme en casa porque si hablaba a una
ambulancia, todos lo sabrían. Y lo más fundamental era el secreto.
¿A qué
fuiste al río?
La pregunta me sabía a sal. Recordé
la mirada de ellos, fija en mí, como esperando la respuesta. Joel me había
hablado. Pero de sus labios no salía nada. Mi madre repitió la pregunta. ¿Quién
es mi padre?, respondí, en cambio. Su boca se torció. Sus manos, que sostenían
la mía, me soltaron. Se fue, y esa fue la respuesta.
Ramón estaba
feliz por la competencia. Estábamos celebrando fuera. Me besaba en un rincón
solitario. Estaba obsesionado con hacerlo. Pero no fue buena idea elegir aquel
lugar, demasiado público y expuesto.
Las cosas
pasaron rápido. De repente la visión se me nubló y escuché las voces. El
quejido de Ramón, mi cabeza en el suelo. Saliva acumulándose en mi barbilla.
Una palabra repetida en muchas ocasiones. El llanto de alguien. Quizás mío. La
voz de mi madre. Los ojos del entrenador. Los rostros de mis muertos. Me
consolaba con el destino de la maldición como prueba irrefutable de que los
golpes no me matarían.
Sin embargo,
terminé en el río. Nos llevaron a Ramón y a mí en una camioneta, me ardían los
ojos por la sangre y el sudor. Que se
ahoguen, que se ahoguen. Eran tres hombres diferentes. Al llegar atisbé a
mi familia, y entendí que estaba de vuelta en el río. Joel me miraba más lejos.
Su cara era igual que la mía. Parecida a la de mi madre.
¿Y si tienes
verga o no?, me preguntó uno de ellos mientras me apretaba la falda y la ropa
entre las piernas. Ramón continuaba llorando, escuchaba que se ahogaba entre
sus propios fluidos. Me aventaron primero a mí.
El agua
estaba helada. Me sentía como si ya lo hubiese vivido. Me venía a la cabeza la
memoria del futuro brillante en Estados Unidos, del hijo recién nacido en los
brazos de mi mujer, que al fin sirvió para algo. La impresión de encontrarme
bajo el agua, con el brazo de Joel sobre mi cuello, y el sonido ahogado de la
zorra gritando por ayuda, el sonido mutado por el agua. La recordaba entre las
matas, desnuda. También recuerdo el sonido de su cabeza estrellándose con el
suelo. Recuerdo mis manos intentando ahorcarla. Desistiendo al oír a Joel.
Paladeaba en mis labios el sabor de mi sangre, la rabia que creció en mi pecho
al ver a mi hermana llorando.
Sentí el rosario de mi madre anclándose
a una piedra, al fondo. Presionando mi cuello. Los rostros de todos ellos
bailaban en la oscuridad del agua, frente a mí. Me llamo Antonia, les dije, el
rostro de mi abuelo y Antonio se deformó. Joel, en cambio, me tomó la mano.
Desperté en
la casa de nuevo. Escuché la voz de mi entrenador:Su hija debería competir. Sus
pulmones son fuertes. Venció al río.
¿Antonia?,
escuché y sonreí confusa.
Soñé algo
extraño.
Mi madre
torció la boca. Mi corazón se meció en mi pecho, como un bote en el océano. ¿Y Ramón?
Ramón está
bien, contestó él. Me llamó. Los vieron y se espantaron, se fueron corriendo.
Tú estabas en el río.
Apreté mis
manos y le sonreí a mi madre: Volví, no me ahogué.
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