El anillo
—Te lo juro que no —le soltó de nuevo con ese aire enfermo: los ojos cristalinos y esa cara de loco de los últimos días. Siempre había sido muy enamoradizo. Si él que era su amigo desde que empezaron a pensar en novias y sexo se acordaba bien clarito de todos esos días, especialmente en la preparatoria, cada semana una diferente, y a todas las amaba, decía, es que me gustan las mujeres no hay más que hacer. Y a él le tocaba taparse los oídos con sus audífonos pedorros, con la música más culera y ruidosa que se le ocurriera, los gritos de esos que se creían estar cantando rock, rock qué.
Pero era mejor, porque si no le tocaba escuchar las respiraciones, los gemidos bien fuertes porque ni eso, ni vergüenza tenían, y además los golpes contra la pared que era bien delgadita porque el cuarto que rentaban juntos les costaba bien poquillo. No se quejaba porque a él sus papás lo mandaron a la calle cuando se enteraron de que se quería poner a estudiar literatura. Que qué eran esas pendejadas le decía su papá, que esas mamadas son de los pendejos que si tenían lana para perder el tiempo con libros, que mejor una ingeniería y así se haría hombrecito. Pero a él le gustaba el arte, las letras, se leía toditito lo que se topaba. Y su madre lloraba porque su padre le daba unos tablazos, pero ni eso, con todo y ojo morado se salió y se fue.
El otro tenía otros problemas, por ahí supo que dejo a una huerquita embarazada en el pueblito donde vivía y se vino a la urbe porque nada iba a convencerlo de estar manteniendo a un chamaco. La verdad no entendía la obsesión con el sexo. A él mismo se le había echado a perder su única relación romántica por lo mismo.
Se llamaba Marisela, estaba requetebonita, su cabello y sus pestañas eran oscuras, profundas, le adornaban esas piedras negras que tenía por ojos. El color de su piel moreno tenía las imperfecciones más auténticas, lunares en muchas zonas y marcas de acné de un pasado que se maquillaba con persistencia. Dientes perfectos, labios rellenos, cuello largo y le rebasaba por dos centímetros. La conoció en la facultad porque también estaba estudiando literatura, era inteligentísima, él habría hecho lo que sea que ella le hubiese pedido y cuando cumplieron tres años de novios él mando a pedir un anillo de compromiso.
Pero sabía que Marisela no entendía por qué su interés por el sexo era casi nulo. Lo habían hecho solo dos veces durante esos tres años y lo cierto es que él lo había hecho por puro compromiso, le alegraba verla feliz, le gustaba verle la sonrisa y como sus ojos lo observaban con una especie de anhelo que nadie nunca le había mostrado. Siempre intentaba compensárselo, la acariciaba, la besaba y tenían una conexión que sus amigos envidiaban.
O eso pensó hasta que llegó temprano al apartamento después de recoger el anillo de compromiso, que le costó lo que dos sueldos, y se encontró a Marisela abierta de piernas y con su amigo entre ellas. Los dos se espantaron cuando lo vieron, como si hubieran visto al mismo diablo. Marisela se lo quitó de encima inmediatamente y se echó a llorar pidiéndole perdón y que era la primera vez y que era su culpa porque nunca quería coger y que no, que se retractaba eso último, que perdóname, que no lo vuelve a hacer… pero él le gritó que se fuera a la chingada por su bien, para que no intentara nada y pudiera ser feliz con otro pendejo que quisiera coger.
Su amigo le dijo que se lo debía agradecer, que una mujer que le veía la cara no valía la pena. Y él quiso decirle que un amigo que lo hacía tampoco valía la pena, pero lo dejo ir porque necesitaba que el pendejo pagara la mitad del apartamento, aún más después de haberse gastado el sueldo en el anillo que le ardía en el muslo donde se encontraba descansando en su bolsillo como prueba de su estupidez.
—Es que nunca te había visto así —le dijo encogiéndose de hombros y regresando a la conversación que estaban teniendo. Él lo observaba como si no hubiera dormido en rato, también parecía no haber comido bien aquellos días pues sus mejillas se le empezaban a pegar al hueso de su rostro. —¿Comiste algo?
—Nombre, es que no me dan muchas ganas si Claudia no aparece. Cuando viene me relajo y como con ella.
—¿Pero y si hoy no te viene a ver?
—Cállate pendejo, va a venir —dijo. Comenzó a rascarse el brazo. —Por eso quiero pedirle matrimonio, pa’ que ya no se vaya nunca, pa’ que estemos juntos todo el tiempo.
Se removió incómodo. Ya no vivían juntos, dejaron de hacerlo unos años después de que empezaron a laborar. A él le iba decente, es decir, no estaba trabajando de lo que habría querido, pero ser profesor tampoco era terrible, los estudiantes creiditos de las preparatorias privadas lo entretenían. A ninguno le interesaba la clase de literatura, pero él trataba de fingir que sí, que alguien lo pelaba esa hora que se echaba hablando sobre eso y los escritores nacionales.
La incomodidad, sin embargo, no era por no vivir juntos. Claudia era la loca, fin. Claudia, la muchacha que lo acosaba durante la preparatoria. —Es que me da risa verte tan loquito por Claudia si la loca era ella —dijo. Su cara ansiosa, sus ojos oscuros como drogados lo vieron con una furia que le impactó. Pero no le dijo nada.
Era la verdad. Claudia llegó a sus vidas durante la preparatoria. La hija de la chingada lo seguía a todas partes. Durante esa época las cosas no fueron tan graves, la verdad es que su amigo estaba acostumbrado a tener a todas las mujeres persiguiéndolo, ya sea por una cita o para darle un cachetadón por alguna tontería que se le había ocurrido hacer como exponer sus fotos desnudas o decirle a la gente que le habían hecho una mamada, una chaqueta, que se habían tragado su semen. A él era al único al que no molestaba con eso, le había dicho que le importaba un carajo. Y su amigo se dio cuenta de que efectivamente le valían riata sus fotos. De hecho, cuando le quiso mostrar la de una muchacha de quince le dijo que no fuera mamón y que dejara de meterse con chamacas. No sabía si le había hecho caso, pero nunca volvió a intentar presumirle sus cochinadas.
Sin embargo, Claudia decidió meterse a la misma carrera que el pendejo con el único propósito de verlo. El primer semestre se dieron cuenta de que se había metido al apartamento, se había llevado unos calzones y también una colonia. No hicieron nada porque qué pinche pena denunciar que una morra te está acosando. Un día de mañana caliente como la mierda le platicó que creía que se había cogido a Claudia, pero estaba muy pedo y drogado y no se acordaba bien. A él le pareció extraño, pero ninguno se atrevió a decir la palabra que les había rondado en las cabezas. Su amigo había cogido con chamacas borrachas también, después de todo.
Claudia siguió con sus pendejadas, le regalaba sus calzones usados, y le mandó mensajes sucios que le enseñó el bruto, bien cagado de la risa viéndole los senos a la loca. Mínimo esta chichona, decía. Pero igual nunca quiso cogérsela si no estaba pedo o drogado. Decía que había algo en Claudia que no le gustaba, una vez la vio masturbándose mientras lo veía de lejos. Pero cuando le decía que le pusiera un alto al mismo tiempo pensaba que él se lo merecía, por culero, asqueroso.
—Entonces ¿tienes un anillo? ¿O cómo le vas a pedir matrimonio?
—Si güey, mira, me da hueva pararme, pero ve al cuarto, en mi lado de la cama lo tengo escondido.
Se alejó dejándolo ahí en el comedor lleno de cuadros y fotos de Claudia como si fuera el mismo Jesucristo. Subió las escaleras, la verdad tampoco le importaba el anillo. Había venido a devolverle cosas que nunca había recogido. Pero su amigo se había emocionado, su cara brillaba en ese limbo extraño de amor en el que estaba. Era la única habitación que había en el segundo piso, estaba desordenada, pero decente, como una habitación que se sabía habitada. La cama estaba en medio, no sabía cuál era el lado del bruto así que se limitó a buscar. Primero por debajo. Entonces, entre el colchón y la base observó algo extraño. Sabía que no era el anillo, pero sentía cierta curiosidad. Sacó su celular y activó la lámpara.
Era una estructura hilachada, tenía la foto de su amigo pegada con alfileres, nudos, bastantes y de alguna forma eso lo espantó. No es que tuviera alguna forma macabra, solo que se veía extraño, no sabía qué hacía eso ahí y por alguna razón sentía que no debía haberlo visto. Aunque no quiso aceptarlo supo qué era esa chingadera.
Su madre creía en esas mamadas, y ahora que veía a su amigo todo loco con Claudia estaba casi seguro de que él mismo iba a comenzar a creer en ello. La voz de su amigo lo despertó de la ensoñación.
—¿Qué tanto te tardas?
¿Debería decirle?
—¡Nada! ¡No lo encuentro!
¿Debería hacer algo al respecto?
—¡Esta entre la cabecera y el colchón sonso!
La cajita del anillo efectivamente ahí estaba y entonces se percató de su familiaridad. La abrió rápido y se topó con ese anillo que jamás regresó hacía años —¡Bajo!
Mientras regresaba con él pensó en lo que tenía que hacer. Pensó en su cara hambrienta, los ojos de desquiciado, el ansia en su voz mientras le enseñaba el anillo; pensó en las denuncias que habían hecho las chavas cuando se las cogía pedas, pensó en cada noche que no pegó ojo por escucharlo gime y gime.
Pensó en Marisela. Y el anillo.
—Ta bonito el pinche anillo —dijo mientras Santiago sonreía con la boca, pero con los ojos extraños. Santiago con su consejo de merecer algo mejor que una pinche vieja que traiciona. Santiago, no su amigo, Santiago el hijo de la chingada que se la cogió y la culpó a ella. Pero eran los dos, él bien sabía que eran los dos.
La decisión se asentó en su pecho.
Se lo merecía.
Por cabrón y pendejo.
Que se quedara con la pinche loca.
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