La hija del diablo
Siempre he sido alguien triste. De hecho, cuando nací, no lloré y mi madre estuvo a punto de comerme por mi defecto, como hacen con los perros cuando las hembras saben que el cachorro no va a sobrevivir; pero por suerte la enfermera me arrebató de sus brazos. Me llamó como a la calle del hospital en el que nací, quizás porque no me aguardaba, ni llevaba en el seno de su pecho la esperanza de mi nacimiento; me llamaba Amparo como reprochándome algo. El reproche fue tan temprano que sus senos no me alimentaron y en su lugar tuve siempre que tomar del polvo y el agua hirviendo; y el doctor me veía con lástima, la pobre escuincla flaca casi muerta.
Ella siempre lo supo, lo que no supo fue quién era mi padre. Hubo una época en la que yo me lo preguntaba, en silencio, esperando que ella no se percatara de la duda en mis ojos de tierra hostil ni en las pequeñas cartas que llegué a escribirle a esa figura ausente; porque cada vez que se mencionaba a ese hombre que le había encajado esta lombriz, este monstruo que me come, decía, solo puedo pensar en el mismo diablo. A lo mejor sí era hija del diablo, por eso cada vez que mis manos acariciaban la piel de mamá me llevaba cosas sin que ella lo supiera. Quizás por eso terminó odiándome.
Me preguntaba si todos sabían qué se sentía llevar esta carga, si acaso todos la teníamos, pero evitábamos confesarla por el miedo a la diferencia. No me sorprendería que fuera el secreto de todos, uno que nos obligábamos a guardar bajo el colchón de la cama donde terminan bolsas, papeles y dinero que jamás volvemos a ver.
Me odiaba y cuando se percató de que mi paseo por el mundo vendría acompañado de sudores fríos, sangre, vómitos, fiebres y una especie de palidez mortecina que la hacían ponerme colorete en las mejillas creo que se sepultó cualquier posibilidad de que lograra amarme. De pequeña llegué a creer que podría lograr que me amara, pero si el amor fuese tan fácil, entonces yo no tendría por qué morir de angustia cada vez que me permito el roce.
Mi madre me enseñó a crecer así; nunca me dio dulces o besos, ni abrazos o postres de consuelo. Me daba té de estafiate, té de ajenjo, té de genciana, té de eucalipto y solo en las mejores ocasiones de canela, cúrcuma y manzanilla. Me curaba la panza obligándome a tomar una cucharada de aceite mientras me pellizcaba la espalda, y cuando pasaba días sin dormir porque sentía su dolor enterrado en la amígdala (que comenzaba a darme cuenta no era mía sino de todos), insistía en darme azotes con romero y pirul mientras rezaba en una voz suave y veloz que parecía de bruja. Me obligaba a tomar miel de abeja, que así se me curaba. Me embarraba mostaza en el pecho, me llegó a meter a una cubeta repleta de hielos para que la fiebre se fuera y ni así, no, ni así, pudo curarme del mal que se me pegaba. Después yo iba a entender que eran las emociones las que me perforaban el cuerpo hasta dejarlo así de inútil.
Me quedaba rezar, así se me saldría el chamuco, pidiéndole a Dios, a Dios Todopoderoso y Eterno. No entendí nunca por qué hacía tanto esfuerzo en salvarme si solo estaba aguardando a que me muriera, mejor, que así no tendría que lidiar conmigo. Lo peor que le había causado mi nacimiento fue la responsabilidad y se le hacía el castigo eterno que debía sufrir hasta que su Dios se la llevara para siempre a ese otro lado, a esa otra vida, a ese paraíso repleto de mi ausencia.
Las emociones de mi madre se me habían embarrado tanto que, cuando ingresé a la escuela, las de los demás comenzaron como una cachetada que me rompió la posibilidad de entender las que eran mías. Entonces supe que sí, chance sí, chance sí soy la hija del diablo. Y por eso cuando llegaba la noche percibía esos sueños, de ella, no míos, donde jamás nadie la quiso, donde jamás a nadie quiso ella y, entonces, donde nadie jamás le preguntó si consentía.
Aunque yo sabía que no le importaba, no me dejaba andar sola si ella podía evitarlo. Me acompañaba en el camión todos los días hasta la escuela y después se iba a trabajar. Mi madre olía a puros químicos, a detergentes y bicarbonato. A Pinol. Nunca me dejaba acompañarla a las casas, así que siempre la esperaba en el portón hasta que casi oscurecía mientras la soledad me presentaba a mi cuerpo como extraño y vacío.
Cuando comencé a crecer desaparecieron todas mis blusas de tirantes. Me importó poco porque siempre llevaba suéter, me resfriaba con facilidad y casi siempre la boca me sabía a té de abango, o de limón y miel. No importaba lo mucho que intentaba bajar la mirada, parecía que entre más cedía, ella me miraba con más desprecio. La última vez que me atreví a pasarle mi mano por la suya, la rabia se me clavó en el abdomen y al día siguiente desperté con la sangre de mi primera menstruación. El dolor fue los primeros cólicos que saludaron con un apretón fuerte a mi cuerpo.
Cuando la abuela murió mi mamá me obligó a acompañarla. Pese a que, en realidad, nunca la había conocido. Los funerales eran una cosa extraña. Entendía el entierro y las misas de los creyentes. Pero el velorio en el que exhibían los cuerpos me causaba escalofríos. Había cierto morbo extraño, que no podía compartir. Mi madre me había obligado, además de todo, no solo a saludar a todo el mundo mientras me angustiaba la cantidad de emociones que podían albergar las personas: la escala de variaciones en la rabia y la tristeza, o el enojo y la impotencia. Sino que también me pidió que besara a la abuela.
Se sintió como se sentía mi propio cuerpo, como un cascarón.
Después de irnos y llegar a la casa, me desplomé en la cama. Me sangraba la nariz y las orejas mientras mi cuerpo parecía descomponerse en espasmos y tembloriqueos, los fluidos parecían indicar una liberación, la expulsión total de lo ajeno, de lo que no debía ser mío. Parecía plañidera y mi madre me vio con asco dejándome sola y encerrada. Escuchaba sus sollozos desde mi propio féretro. Fue en aquel momento, que sentí la primera y única cosa que siempre supe era mía: culpa.
Mi cuerpo era como prisión, enemigo mío. Eran mis manos traidoras, mis ojos y mi boca se movían en auxilio sin que el resto respondiera. Sentía cada zona como un Judas. Me tenía postrada en la cama por lo que faltaba tanto a clases que no había hecho ni una sola amiga y siempre cabía el riesgo de que no pudiera aprobar las materias. El primer y único doctor que me vio le dijo a mi madre que no había nada malo conmigo, me pincharon las venas y los estudios estaban limpios: deberían ver a un psicólogo.
Mi madre no le creyó. No porque creyese en mí. Sino porque siempre supo mi secreto, siempre me veía con ese horror. A los catorce que pasé a secundaria, entendí que podía absorber esas emociones como veneno o alimento. Casi siempre me sabía a ácido. No es de sorprender que aquí donde estoy; en el camión rodeada de gente con bolsas negras y miradas perdidas, en la escuela pública de gobierno con preadolescentes de familias disfuncionales, y en mi casa con una madre que odiaba serlo, cada vez que entraba en contacto, lo único que obtuviera fuera ponzoña.
La iglesia me brindaba la misma sensación que los hospitales, con todo y dolores físicos. Cuando íbamos allí mi mamá siempre se sentaba en los asientos más cercanos al altar, conmigo al lado mientras me exigía que rezara y que me formara para tomar la ostia. Cada cierto tiempo me obligaba a hablar con un sacerdote para confesar mis pecados.
Jamás les dije el pecado que ella quería obligarme a confesar. Jamás sabía qué decirles, me parecía una situación extraña. Me sentía fuera de mí cada vez que me preguntaban Qué pecados cometiste hija. En una situación tan seria, admitir que esa semana mi único pecado fue que no quise tender la cama me parecía estúpido, me daba vergüenza cada vez que me obligaba a ir y arrodillarme frente a esa ventanilla que ocultaba el rostro de alguien de voz cansada. Entonces comencé a contar mis propias historias, aquellas que imaginaba constantemente en mi cabeza mientras me pellizcaba el brazo: le grité a mi mamá porque me dejó tres horas en el portón con hambre y sola; tiré de los pelos a un compañero que me molesta mientras las maestras se ríen diciéndole que le gusto y me empuja y me tira al suelo; quizás también juré el nombre del señor en vano.
Siempre terminaba por resolverse de la misma manera: la penitencia era rezar. Nunca rezaba, terminaba por arrodillarme y cerrar los ojos imaginando que quizás en la siguiente ocasión podría decir mi verdad.
Curioso era que nunca pude sentir que alguien quisiera escucharla en realidad. Todo era rechazo y tirria.
Cada vez que tocaba a mi mamá solo podía percibir una ira roja, un enojo que me causaba gastritis y migrañas. La única ocasión que sentí otra emoción fue mientras viajábamos en taxi. Me habían regalado una muñeca en clase y mamá no tenía ganas de ir en camión de regreso a casa. Le mordía la cabeza a la muñeca mientras mi mamá le decía al señor que se había pasado de calle. Mi mamá me agarró del brazo con tanta fuerza que sentí que iba a zafarlo. Percibía su miedo tan mordaz y genuino que inconscientemente lo absorbí y me lo apropié. Por ello el taxi se detuvo y me quede esperando adentro hasta que mi madre resolvió el asunto. Fue mi culpa que no temiera ofrecer la solución.
Esas culpas me acompañaban como astillas. Me venían en taquicardias y sueños. Me veía al espejo, ya a los catorce, y me daban ganas de romperlo. Me pensaba si en algún momento tocaría a alguien con la mente chamuscada y me volvería loca sin quererlo.
Una vez a mi mamá le pidieron que cuidara a Rocío, mi prima, una bebé chiquita y blandita. Rocío lloraba como si ya se diera cuenta de que la vida era connatural a la tristeza. Probaba que, a diferencia de mí, su conexión con el mundo ya era enteramente propia. Pero mamá odiaba escucharla, se ponía de malas y se enrabiaba tanto que la piel me picaba como si me diera alergia incluso si no la estaba tocando.
Fue entonces que, mientras Rocío lloraba, la cargué y logré que se callara. No fue porque mis manos hicieran su trabajo, fue por la simple acción de sostenerla. El silencio debía haber logrado en mamá alguna sonrisa, alguna mirada de alivio ante el silencio. Sin embargo, cuando me giré a verla su rabia pareció más directa. Me arrebató a Rocío de los brazos y me prohibió acercarme a ella, niña del demonio no te atrevas a ponerle un dedo encima.
Aquello me afectó, no solo porque Rocío me parecía una criatura curiosa, sino porque sus emociones eran las únicas que no me hacían querer rasguñarme la piel hasta hacerla sangrar. Las suyas eran emociones directas, que no temía ocultar en las complejas entrañas del hipotálamo. La prohibición me mantenía en la disfuncionalidad del mundo real y la desesperación me consumía.
Me fui de casa a los diecisiete años. Eventualmente tuve que dejar de ir a la escuela y me propuse trabajar. Conseguí un lugar en la misma colonia, barato, accesible, donde ofrecía lecturas de mano. Las mujeres llegaban a mi puerta con problemas aborrecibles. Me confesaban las más oscuras verdades y yo les ofrecía lo que podía. Nadie se percataba de que, al darme la mano, no solo les leía el futuro que querían escuchar. Cuando mamá se enteró, me llamó y me gritó. Fue la primera vez que no sentí su ira a través de mi piel, pero me pesaba de la misma forma en el pecho al escucharla, palpable, en su voz.
Aunque el trabajo me mantenía tosiendo y ardiendo, no sabía qué más hacer para poder estar lejos de mi madre. Cuando enfermó, cinco años después de que me fui, me pidió que regresara. No porque me extrañara o porque su edad comenzara a pesarle hasta crearle culpas nuevas por sus tratos hacia mí. Sino porque en los albores del día se percataba de que era ella ahora quien no podía salir de la cama.
Me entregué a mi tarea como ella misma se entregó a la carga de mi cuidado. Le hacía los tés como los quería, cocinaba y limpiaba. Jamás la tocaba. No me hacía falta para saber lo que sentía. Estaba yo atada a ella y ella a mí como simbiontes terribles, parásitos. La escuchaba rezar todas las noches, y yo misma me dormía esperando que su tumor se extendiera para que por fin pudiera dejarme. Muerta sería como un espejismo, viva era un recordatorio.
Cuando nos percatamos de que íbamos a necesitar dinero las mujeres comenzaron a llegar a la casa. Mamá, la primera vez, se volvió loca. Me dijo que era una mala mujer, una mala hija y una mala persona. Pinche huerca tú hiciste que Martita se muriera, estoy segura, por tu culpa se quedó con Joaquín y se le fue el miedo y el pendejo la mató la mató la mató.
Cuando se dio cuenta de que sus ahorros se habían acabado no tuvo más que ceder. Se encerraba en su cuarto. Yo me sentía como gusano. Me alegraba que mamá no hubiera aceptado la quimioterapia. Me va a matar eso también, decía, no ves como se les ponen los dedos morados y el cabello se cae; las plantas no lo harían. De todas formas, los doctores jamás nos habían atendido porque no podíamos pagarlos, y el seguro nos atendía quince días después de que nuestros dolores empezaban.
Mi lengua era mentirosa mientras tocaba a todas. Les decía lo que sabía que querían escuchar. Este era un pecado digno de confesar frente al sacerdote. Aunque ya no había ni uno en la iglesia de la colonia, se habían llevado al otro por sus cochinadas pederastas. Había comenzado a acostumbrarme a la mala sangre, a la forma en que el dolor de todas me provocaba sudores fríos. Eran todas mujeres: madres, esposas, muchachas; cuando el efecto pasaba siempre volvían. Todas siempre volvían. Imposible no volver si todas tenían historias parecidas donde las golpeaban o se les pegaban a la espalda en el transporte público.
Sentimientos negros, oscuros; me obligaban a vomitar. Parásitos. Parásitos.
Cuando mamá no pudo levantarse más de la cama la acompañaba en su cuarto y le leía el periódico. Por alguna razón le arrullaban las noticias y también los obituarios, entendiendo que su muerte no merecería uno, pues no había nada que homenajear en su vida. Los perros querrían más su cuerpo descompuesto.
Fue en su último aliento que entendí que esperaba que mi diligencia al cuidarla hubiera cambiado, al menos un poco, el sentimiento que persistía en existir mientras me veía. La odiaba, pero no podía evitar aquella espera. La ira debería haber amainado. A mí, que siempre estaba enferma, no había cabida para mas emociones, estaba cruzada para siempre por una cabeza descompuesta, mortalmente empática. Y ella, que solo sentía sus propias emociones, debería poder cambiar su rabia. Incluso si, como a mí, me trató como un defecto. Incluso los animales, verdad, incluso las perras protegen a sus cachorros.
Estupidez.
Mamá estaba muriendo, sus ojos parecían ver otros lados. Me acerqué a su cama mientras la oía murmurar una oración. Sus ojos lograron enfocarme una vez más y me dijo: reza niña, reza para que Dios te perdone. No era su insistencia un acto de ternura, era más bien, la renovación de mi condena, la dictaminación de que ese sería siempre mi futuro.
Le tomé la mano después de años.
Sentí otra vez como si estuviera adentro de un incendio.
Se la solté y murió.
No creo en Dios, pensé. Ay no, mamá, no creo en Dios.
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